Volviendo a la economía de Argentina con muchas esperanzas, a pesar que por el momento lo único que encuentro es un conflicto totalmente inútil y un desafío inmenso para el próximo gobierno y cada uno de los argentinos, que tendrán que corregir y hacerse cargo de las consecuencias de años de mal administración en todo sentido.
Sin mucho más comentario y con los mejores deseos para el futuro de Argentina, les acerco un ejemplo de lo que caracteriza a las personas con grandeza, la humildad.
Martes 17/01/61- Discurso de despedida de Dwight D. Eisenhower , presidente republicano de los Estados Unidos, en el marco del traspaso del mando al demócrata John F. Kennedy.
Discurso:
“En primer lugar, quisiera expresar mi gratitud a la radio y televisión por las oportunidades que durante años me brindaron para transmitir mis informes y mensajes a nuestra nación. Mi especial agradecimiento a todos ellos por la oportunidad de dirigirme a ustedes esta noche.
Dentro de tres días, después de medio siglo al servicio de nuestro país, abandonaré las responsabilidades públicas transfiriendo a mi sucesor la autoridad presidencial en una ceremonia tradicional y solemne.
Esta noche vengo a transmitirles un mensaje de despedida y adiós y a compartir algunas reflexiones finales con ustedes, mis compatriotas.
Al igual que cualquier otro ciudadano, anhelo para el nuevo presidente, y para todos los que trabajarán con él, la bendición de Dios. Rezo para que los próximos años traigan la bendición de la paz y prosperidad para todos.
Nuestro pueblo espera que su presidente y el Congreso logren acuerdos esenciales en las cuestiones de importancia fundamental, cuya sabia resolución perfilará un mejor futuro para la nación. Mis relaciones con el Congreso comenzaron sobre bases remotas y tenues hace mucho tiempo, cuando un miembro del Senado me designó en West Point. Se volvieron íntimas luego durante la guerra y en el período inmediatamente posterior y finalmente, mutuamente interdependientes durante estos últimos ocho años.
En esta última fase, el Congreso y la Administración han cooperado adecuadamente en las cuestiones más vitales para el bienestar nacional, superando el mero partidismo y asegurando así que la empresa de la nación siga adelante. Así, mi relación oficial con el Congreso concluye, en lo que a mí respecta, agradeciendo que hayamos sido capaces de muchos logros conjuntos.
Vivimos ahora diez años después de una mitad de siglo que fue testigo de cuatro grandes guerras entre grandes naciones; en tres de éstas participó nuestro propio país.
(N de la R. Se refiere a la Primera Guerra Mundial (1914-1918), a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), a la guerra de Corea (1950-1953) y a la guerra entre Francia e Indochina (1945-1954). Estados Unidos participó en las tres primeras).
A pesar de estos holocaustos, Estados Unidos es hoy la más fuerte, la más influyente y la más productiva nación del mundo. Comprensiblemente orgullosos de esta preeminencia, nos damos cuenta, sin embargo, que el liderazgo y prestigio de Estados Unidos no dependen meramente de nuestro progreso material sin precedentes, de nuestras riquezas y poderío militar, sino de cómo hagamos uso de nuestro poderío en aras de la paz mundial y el mejoramiento humano.
Todo a lo largo de la aventura estadounidense de gobierno libre, nuestros propósitos básicos fueron mantener la paz, fomentar el progreso del desarrollo humano y acrecentar la libertad, la dignidad y la integridad entre los pueblos y entre las naciones. Perseguir menos no sería digno de un pueblo libre y religioso. Cualquier fracaso atribuible a la arrogancia o a nuestra falta de comprensión o de voluntad de sacrificio nos infligiría un daño grave, tanto localmente como en el extranjero.
El progreso hacia estas nobles metas se ve persistentemente amenazado por el conflicto que envuelve ahora al mundo, que acapara toda nuestra atención, que absorbe nuestro propio ser. Estamos enfrentados a una ideología hostil, de alcance mundial, atea, de despiadado propósito e insidioso método.
(N de la R. Se refiere al comunismo)
Por desgracia, el peligro que representa promete ser de duración indefinida. Para enfrentarla con éxito son necesarios no tanto los sacrificios emocionales y transitorios de una crisis, sino aquellos que nos permitan llevar adelante de manera constante, segura y sin lamentos las cargas de una lucha prolongada y compleja, donde la libertad está en juego. Sólo así vamos a poder permanecer, a pesar de todas las provocaciones, en nuestro trazado camino hacia la paz permanente y el mejoramiento humano.
Las crisis continuarán existiendo. Para enfrentarlas, sean extranjeras o nacionales, grandes o pequeñas, existe la recurrente tentación de creer que alguna acción espectacular y costosa podría llegar a ser la solución milagrosa de todas las dificultades actuales. Un masivo incremento en nuevos elementos de defensa; el desarrollo de programas no realistas para solucionar todos los males de la agricultura; una expansión dramática de la investigación fundamental y aplicada; estas y muchas otras alternativas, cada una probablemente prometedora en sí misma, pueden llegar a ser sugeridas como la única vía para la ruta en la que queremos permanecer.
Pero cada propuesta debe ser ponderada a la luz de un examen más amplio: la necesidad de mantener el equilibrio dentro de y entre los programas nacionales, el equilibrio entre la economía privada y la pública, el equilibrio entre los costos y las ventajas esperadas, el equilibrio entre los que es claramente necesario y lo deseable por comodidad, el equilibrio entre los requerimientos esenciales en tanto que nación y los deberes impuestos por la nación sobre el individuo, el equilibrio entre las acciones del momento y el bienestar nacional futuro.
El buen juicio busca el equilibrio y el progreso. Su ausencia implica, a la larga, desequilibrio y frustración. Los datos de muchas décadas prueban que nuestro pueblo y su gobierno comprendieron en general estas verdades y se conformaron a ellas frente a la amenaza y al estrés. Pero las amenazas, nuevas en tipo o magnitud, surgen constantemente. De éstas, sólo mencionaré dos. Un elemento vital para mantener la paz es nuestra institución militar. Nuestras armas deben ser poderosas, listas para la acción inmediata, de tal modo que ningún agresor potencial se sienta tentado a arriesgar su propia destrucción. Nuestra organización militar actual guarda poca relación con la conocida por cualquiera de mis predecesores en tiempos de paz o en efecto, por los combatientes de la Segunda Guerra Mundial o Corea.
Hasta el último conflicto mundial, Estados Unidos no tenía una industria armamentista. Fabricantes americanos de arados podían, en el momento y caso necesarios, fabricar también espadas. Pero ya no podemos más asumir el riesgo de improvisaciones de emergencia en materia de defensa nacional. Nos hemos visto obligados a crear una industria armamentista permanente de vastas proporciones. Sumado a esto, tres millones y medio de hombres y mujeres están directamente empleados en el sector de la defensa. Anualmente gastamos en seguridad militar por sí sola más que los ingresos netos de todas las corporaciones de Estados Unidos.
Ahora bien, esta conjunción entre un inmenso sector militar y una gran industria de armamentos es nueva en la experiencia americana. Su influencia total: económica, política, incluso espiritual, se siente en cada ciudad, en cada Estado, en cada oficina del Gobierno Federal. Reconocemos la necesidad imperativa de este desarrollo. Sin embargo, no podemos dejar de comprender sus graves implicaciones. Nuestro trabajo, nuestros recursos y medios de vida están, todos ellos, involucrados. También lo está la estructura misma de nuestra sociedad.
En los Consejos de Gobierno debemos protegernos de la adquisición de influencia injustificada, deseada o no, por parte del complejo militar-industrial. El potencial de un desastroso incremento de poder fuera de lugar existe y persistirá. No debemos dejar que el peso de esta combinación ponga en peligro nuestras libertades o procesos democráticos. No debemos tomar nada por sentado. Sólo una ciudadanía alerta y bien informada, puede compeler la combinación adecuada de la gigantesca maquinaria de defensa industrial y militar con nuestros métodos y objetivos pacíficos, de modo tal que seguridad y libertad puedan prosperar juntas.
La revolución tecnológica en las últimas décadas está relacionada con y es en gran parte responsable, de los cambios radicales de nuestra posición militar-industrial. En esta revolución, la investigación asumió un rol central. También se volvió más formal, compleja y costosa. Una proporción cada vez mayor se lleva a cabo para, por o bajo la dirección del Gobierno Federal.
Hoy en día, el inventor solitario chapuceando en su taller, ha sido opacado por los equipos de científicos trabajando en laboratorios y campos de prueba. De la misma manera, la universidad libre, fuente histórica de ideas libres y descubrimientos científicos, ha experimentado una revolución en la manera de conducir sus investigaciones.
En parte debido a los enormes costos implicados, el contrato estatal se convirtió prácticamente en el sustituto de la curiosidad intelectual. Por cada viejo pizarrón existen actualmente cientos de computadoras electrónicas. La perspectiva del control de los investigadores por parte del empleo federal, de las asignaciones de proyectos y del poder del dinero está siempre presente y debe ser seriamente considerada.
Sin embargo, con todo el respeto que merece y debe tener la investigación científica, también debemos estar alerta frente al peligro igual y opuesto de que la política pública pueda caer cautiva de una élite científico-tecnológica.
Es la labor de los estadistas de moldear, de equilibrar e integrar a estas y otras fuerzas, nuevas y viejas, dentro de los principios de nuestro sistema democrático, siempre encaminados hacia los objetivos supremos de nuestra sociedad libre.
Otro factor en el mantenimiento del equilibrio tiene que ver con el elemento tiempo. Cuando escrutamos el futuro de la sociedad (usted, yo, y nuestro gobierno), debemos evitar la tentación de vivir sólo para el presente, saqueando en aras de nuestra propia comodidad y conveniencia los preciosos recursos del mañana. No podemos hipotecar el bienestar material de nuestros nietos sin arriesgar al mismo tiempo también la pérdida de su herencia política y espiritual. Queremos que la democracia sobreviva para todas las generaciones por venir, no que se convierta en el fantasma insolvente del mañana.
Durante el largo camino de la historia que aún queda por escribir, América sabe que este mundo nuestro, cada vez más pequeño, no debe convertirse en una comunidad de terror y odio, sino llegar a ser una orgullosa confederación de respeto y confianza mutuos. Debe ser una confederación de iguales. Los más débiles deben poder sentarse en la mesa de discusiones con la misma confianza que nosotros, protegidos como lo estamos por nuestra moral y nuestro poderío económico y militar. Dicha mesa, aunque marcada por muchas frustraciones pasadas, no puede ser abandonada por la rápida (por la segura) agonía del desarme del campo de batalla.
Ese desarme, con honor y confianza mutuos, es un imperativo constante. Juntos tenemos que aprender a solucionar las diferencias no con las armas, sino con inteligencia y propósito decente. Debido a que esta necesidad es tan aguda y evidente, debo confesar en este aspecto que abandono mis responsabilidades oficiales con un neto sentimiento de decepción. En tanto que alguien que ha sido testigo del horror y la tristeza persistente de la guerra, como alguien que sabe que otra guerra podría destruir totalmente esta civilización, lenta y dolorosamente construida durante miles de años, anhelaría poder decir esta noche que una paz duradera está a la vista.
Afortunadamente, puedo decir que la guerra ha sido evitada. Se hicieron progresos constantes hacia nuestro objetivo final. Pero mucho queda por hacer. En tanto que ciudadano ordinario, nunca dejaré de hacer cuánto pueda para ayudar a que el mundo avance en esa dirección.
Así, en esta última agradable noche como vuestro presidente, quiero agradecerles las muchas oportunidades que me brindaron durante mi servicio público en la guerra y en la paz. Confío en que encontrarán en tal servicio algunas cosas de valor. Y por lo que quede, sé que encontrarán maneras de mejorar los resultados futuros.
Ustedes y yo, mis conciudadanos, necesitamos tener la firme convicción de que todas las naciones, bajo la guía de Dios, alcanzarán la meta de la paz con justicia. Qué podamos siempre mantenernos inquebrantables en la devoción a los principios, confiados, pero humildes con el poder y diligentes en la prosecución de los grandes objetivos de la nación.
A todos los pueblos del mundo, quiero una vez más expresar la continua y reverente aspiración americana: oramos para que los pueblos de todos los credos, de todas las razas, de todas las naciones, pueden satisfacer sus mayores necesidades humanas, para que aquellos a quienes esta oportunidad les es ahora denegada, lleguen a disfrutarla al máximo, para que todos los que anhelan la libertad pueden gozar de sus bendiciones espirituales. Aquellos que tienen libertad comprenderán, en efecto, la gran responsabilidad que conlleva. Que todos los insensibles a las necesidades de los demás aprendan la caridad y que los flagelos de la pobreza, de la enfermedad y la ignorancia desaparezcan de la faz de la tierra. Que con la generosidad del tiempo, todos los pueblos puedan convivir en una paz garantizada por la fuerza vinculante del respeto mutuo y del amor.
Ahora, el viernes por la tarde, voy a convertirme en un ciudadano ordinario. Me siento orgulloso de hacerlo. Lo espero con ansias”.
Gracias y buenas noches.
Dwight Eisenhower
(Traducción exclusiva al español de SEPA para Diario El Peso).