Sony y Porsche son un ejemplo de empresas que comprendieron la diferencia entre precio y valor.
Les acerco una nota a Thomas Nagle, publicada ya hace unos años en la revista Gestión.
Lo importante es la rentabilidad
Lo que importa no es que el precio refleje los costos del producto , sino el valor económico que el cliente percibe en el producto . Para Thomas Nagle, consideraciones técnicas y tácticas aparte, hablar de precios remite, necesariamente, al concepto de negociación, en un nuevo marco en el cual el cliente parece haber dejado de preocuparse por el valor que recibe a cambio de lo que paga. Su único interés es conseguir el mejor precio posible. Suspicaz, el comprador percibe que está en una posición más ventajosa, pero delicada.
Ha llegado, incluso, a dudar de que la lucha por la competitividad lo haya beneficiado. Si bien es cierto que los precios bajan y todo se negocia, los parámetros para ponderarlos son esquivos. “En ese contexto, la sensibilidad al precio deja de responder en forma unívoca a la comparación racional con el valor recibido. En la hipótesis de mínima, refleja lo que el cliente cree que le corresponde frente a lo que otros consiguen”, dice Nagle. Y agrega que, en el peor de los casos, “se convierte en un juego adictivo, en el que el ego del cliente exige más y mayores concesiones en el precio, aun cuando sabe que está tomando una decisión de compra equivocada”.
Por el otro lado, muchos se niegan a “regatear” y abandonan ese espacio para la negociación, sin siquiera abrir la primera ronda de conversaciones. “Los clientes —apunta Nagle— aprenden que el precio depende del poder de negociación y que, en tal caso, la venta deja de ser un proceso cooperativo destinado a encontrar la solución que mejor lo satisfaga, para transformarse en una controversia cuyo único objetivo es repartir ganancias.”
Fueron estas tácticas, junto con el temor a los flancos débiles que el esquema de “precios fijos” mostró en los inestables ’70 y ’80, las que, a su criterio, hicieron que el precio perdiera su valor estratégico, y que la fuerza de ventas lo empezara a usar como argumento para cerrar una operación, alentada por la participación de mercado y el volumen como objetivos corporativos. “El precio pasó a ser la última decisión de marketing, y la rentabilidad, un accidente”, apunta. Dos consecuencias cuyo impacto, según Nagle, “muy pocas compañías comprenden”. A su juicio, es crucial revertir este estado de cosas.
"Nada es más útil que el agua, pero muy poco es lo que se consigue a cambio de ella. Por el contrario, un diamante tiene escaso valor de uso, pero se puede intercambiar por infinidad de bienes." Desde que Adam Smith planteó semejante paradoja en "La riqueza de las naciones", innumerables teorías apuntaron a descubrir las leyes que gobiernan la dinámica del precio o, en otras palabras, el valor de intercambio. Por su parte, los hombres de negocios abordaron la cuestión de forma más práctica: para calcular el precio de un bien, estimaron los costos y les sumaron el margen de ganancias. "La fijación de precios basada en los costos ha sido, históricamente, el método más utilizado, sobre todo porque tiene un aura de prudencia financiera", explica Thomas Nagle en su libro "The Strategy and Tactics of Pricing".
¿Poner el precio en primer lugar, como usted sugiere, garantiza que la estrategia siga la senda correcta?
En efecto, siempre y cuando no se confunda oportunidad con relevancia. La fijación del precio no es la primera decisión de marketing que se toma; por el contrario, quizás sea la última, pero, sin duda, la más importante. Como en el trabajo del agricultor. Aunque la siembra es el primer paso y se define en función de la cosecha pretendida, los resultados empiezan a construirse aun antes de sembrar. Y dependen de la semilla elegida, el sistema de riego aplicado, la preparación del terreno. Por eso, para que los precios aseguren rentabilidad, hay que analizar cada una de las decisiones previas. Antes de lanzar un producto, no basta con preguntarse si lo aceptará el mercado. Es necesario verificar si admite un nivel de precios rentable.
Al evaluar una campaña publicitaria, la pregunta a responder será: ¿se puede encerrar en el precio la idea de valor que el anuncio asocia al producto ? Cuando se trata de definir el sistema de distribución, entonces, no se puede dejar de comprobar si el esquema elegido soporta o menoscaba el posicionamiento definido para el producto con el objeto de maximizar su rentabilidad. Como se ve, el precio no va en la primera hoja, pero es lo que da valor y significado a todas las acciones que preceden a su fijación.
Si el “buen marketing es el marketing rentable”, según sus palabras, ¿cómo se logra reflejar ese criterio en el diseño de la estrategia?
En realidad, hay una serie de mitos en materia de estrategia, que se traducen en malas decisiones a la hora de fijar precios. Se afirma que la participación de mercado lleva a la rentabilidad. Si eso fuera cierto, General Motors debería ser el fabricante de automóviles más rentable del mundo.
De hecho, la relación es exactamente la inversa: la rentabilidad determina el crecimiento. Las empresas con mejores resultados crecen relativamente más rápido que las empresas menos rentables, candidatas a contraerse. No conviene desesperarse por conseguir más ventas. Hay que procurar descubrir la forma de crear y capturar más valor. Y, como lógica consecuencia, las ventas subirán.
Es un dato de la realidad en el mundo de los negocios que la clave del mayor valor son las ventajas competitivas; no obstante, también es un hecho que pocas empresas saben cómo explotarlas al máximo. Lo revela una pregunta reiterada entre los empresarios de los países menos desarrollados frente a la economía global: ¿cómo se evita perder participación en el mercado doméstico cuando llega la competencia de las mejores compañías del mundo? Y equivocan el enfoque porque dilapidan tiempo y recursos preciosos con el único objeto de preservar el pasado.
Si hay otras empresas que pueden atender mejor a sus segmentos de mercado y los capturan a su costa, las desplazadas no deberían concentrar la energía en combatir al “enemigo” en el terreno local, sino en mirar hacia fuera y ver qué otros mercados o segmentos quieren o demandan lo que hacen mejor. Es decir, en buscar un nuevo espacio para sus ventajas comparativas. Porque el secreto está en administrar las fortalezas, no en defender las debilidades. Esa estrategia siempre es más rentable .
¿Aun para una pequeña empresa de América latina, por ejemplo?
Sin duda. Precisamente, una de las razones por las que en los países de la región, similares en tamaño a los europeos, abundan las pequeñas empresas: han sido muy proteccionistas.
Así se multiplicaron compañías ineficientes, que sólo sabían mirar hacia adentro. Al eliminarse las barreras comerciales, es natural que entren en competencia desigual con compañías más grandes y productivas, porque se empiezan a aplicar los principios generales.
En consecuencia, para sobrevivir sólo les quedan dos opciones: vender la empresa, o enfocarse en su mejor producto, llevándolo a un mercado más grande. Entonces, reducir la participación de mercado en un país del 10 al 5 por ciento, no es un problema si se gana un 3 por ciento en la región del Mercosur, por ejemplo. Entrar en el juego de precios de las grandes corporaciones sería un suicidio.
De cualquier manera, en algunos aspectos, como el tecnológico por ejemplo, todavía hay una brecha. ¿No influye esa desigualdad en el diseño y el éxito de la estrategia?
Una vez más, creo que se mal interpreta el concepto de estrategia. Existe la suposición, errónea y muy generalizada, de que el desnivel tecnológico retrasa desde el punto de vista competitivo. No necesariamente. Y la explicación surge del concepto económico de ventaja comparativa.
En los Estados Unidos no se puede producir nada que tenga una carga considerable de mano de obra porque es extremadamente cara, aun cuando se trate de un país con alto nivel de productividad. Eso se traduce en una ventaja comparativa para otros países donde el costo de la mano de obra es más bajo, cualquiera fuera su grado de desarrollo tecnológico.
¿Qué otra suposición equivocada atenta contra la rentabilidad?
Hay una serie de errores comunes. Uno es evaluar las ventas cliente por cliente, particularmente en el mercado del business-to-business. Se presume que el crecimiento implica rentabilidad y, en tal sentido, que cada venta suma. Aunque en algunos casos puede ser cierto, si para cerrar una operación hubo que resignar precio, el impacto, tanto sobre las ventas pasadas como futuras, no será nada desdeñable.
De allí la regla: nunca hay que hacer un descuento que uno no esté dispuesto a extender a todos los clientes. Otro error es no pensar en la reacción de la competencia ante la rebaja. ¿Por qué nuestros competidores no habrían de igualar la oferta, o hasta mejorarla? La tercera falla está en tener en cuenta sólo los márgenes, y no la contribución total.
Por un lado, se puede admitir una reducción del margen en una operación determinada en pos de las ganancias agregadas de un potencial comprador de grandes volúmenes. Mientras que, por el otro, no resultan tan obvias las consecuencias positivas en materia de rentabilidad del caso opuesto; es decir, de los márgenes altos cuando el volumen negociado es reducido.
El problema reside en que las compañías no siempre son conscientes del verdadero costo de esas “pequeñas” decisiones que, con demasiada frecuencia, toman los vendedores. Por ejemplo, si la empresa decide un aumento general de precios del 6 por ciento, los clientes que no tengan capacidad de negociación se verán forzados a tomar o dejar el producto o servicio en las condiciones que se le imponen.
En cambio, un comprador grande puede hacer valer su peso relativo frente al vendedor, y conseguir que el aumento se reduzca al 4 por ciento. Aunque se vaya feliz de la reunión porque retuvo al cliente y parte del aumento, el vendedor habrá renunciado a algo más que ese 2 por ciento, dado que el comprador grande ya estaba pagando menos que el chico.
Un caso para no imitar es el de la empresa cuyos precios para los clientes grandes bajaron del 70 a menos del 50 por ciento del precio de lista en siete años. Creyendo subsanar el problema, recurrió a un aumento que cubriera esa erosión.
La lógica consecuencia fue el éxodo masivo de clientes pequeños y medianos, lo que aumentó su vulnerabilidad frente a los grandes, quienes seguían pidiendo descuentos que, tarde o temprano, conseguían.
La respuesta correcta a tal demanda hubiera sido ofrecerles postergar la implementación del aumento unos meses, pero iniciar el nuevo período con los precios nuevos, menos castigados.
¿Cómo se transmite esa lógica a la fuerza de ventas?
Con capacitación e incentivos. Lo que ocurre es que en la mayoría de los casos, lo usual es premiar las ventas; es decir, los “dólares” que se facturan. Como resultado de ello, se alienta al vendedor a hacer descuentos, porque vender en función del precio es más fácil que si se emplea el argumento del valor del producto, sin prestar demasiada atención al hecho de que la rentabilidad del negocio se reduce proporcionalmente.
Una solución posible es trasladar esa reducción a la comisión del vendedor, quien, por la venta con un descuento del 10 por ciento de un producto cuyo margen es del 30, perderá un tercio de su ingreso.
El segundo problema radica en la falta de información adecuada para vender poniendo el acento en el valor. Si bien se les suele decir a los vendedores que son los responsables de “vender valor”, en contadas oportunidades las empresas están en condiciones de darles el soporte que necesitan para hacer tangible ese valor. Una tarea que, dicho sea de paso, le corresponde al departamento de marketing.
¿No encuentra resistencia un enfoque de ese tipo? Más allá de la facturación, los vendedores no suelen considerarse responsables de la rentabilidad.
Seguramente habrá vendedores que se resistan, porque sus vidas profesionales siempre giraron en torno de los acuerdos de precios. Pero terminarán por aceptarlo si la empresa,además de darles las herramientas para vender valor, les ofrece un buen retorno por hacerlo.
¿Qué otro cambio enfrenta la fuerza de ventas cuando se orienta la política de precios al valor?
Se modifica la relación de adversarios que siempre ha existido entre cliente y vendedor. La obsesión por determinar cuánto se le puede “sacar” a un potencial comprador crea una barrera entre ambos, superable si la empresa comunica que el representante de ventas no tiene autoridad para modificar el menú de precios, organizado en función de atributos o niveles de productos o servicios.
Así, el vendedor sólo será el encargado de ayudar al cliente a decidir cuál es el más conveniente. La demostración de que los precios son universalmente aplicables libera al comprador de la idea de conflicto, y lo dispone a escuchar sugerencias.
¿Cómo influye la comunicación en la percepción de la estrategia de precios?
El impacto depende de la información que el cliente tenga sobre el valor del producto. Si se trata de una innovación poco familiar para el potencial comprador, el aporte de la comunicación es inmenso. También lo es cuando los beneficios son intangibles y difíciles de ponderar desde el lugar del consumidor.
En cambio, cuando son obvios o conocidos, el peso disminuye. Por su parte, el significado simbólico del precio también “comunica”. Un cupón de descuento puede ser una excelente herramienta, que los compradores reciben agradecidos, pero que no usan sino a escondidas. Lo que implica volver a relacionar precio con valor. Hay productos para los cuales el descuento destruye valor.
En este momento está de moda hablar de las “experiencias” de compra. ¿Cómo
se fija el precio de una experiencia?
A menudo, el cliente no sabe cuánto debe valer esa experiencia. Antes de visitar Disney World, nadie hubiera aceptado pagar US$ 60 por la entrada a un parque de diversiones. Ahora todo el mundo lo acepta, y considera que ese precio se ajusta al valor real de una visita a Disney.
Cuando se trabaja en la fijación del precio de una experiencia hay que determinar, antes que nada, si es posible usar una analogía para dar forma al concepto en la mente del cliente. Michelin usa esa técnica con los neumáticos. En sus comunicaciones no menciona la conveniencia técnica de comprar un producto Michelin.
Por el contrario, muestra un bebé, y sugiere “Compre Michelin por lo que lleva en su auto”, primer paso en la cadena de analogías sobre la importancia de la seguridad a la hora de adquirir piezas clave para el automóvil. En ese contexto, los tres dólares por encima del precio de las otras marcas pierden importancia económica y ganan significación.
Con ese criterio, la fijación del precio juega un papel más importante en el diseño
de la estrategia.
Así es. Las empresas empiezan a valuarse por su valor económico agregado: el concepto de retorno sobre los activos invertidos. Todos llegan a la misma conclusión; es decir, para
lograr que una empresa sea rentable es necesario pensar en las ganancias cuando se toma cualquier decisión; y eso incluye, sin duda, la estrategia de precios.
Por ejemplo, en aquellas empresas en las que la capacidad es la clave —como en las líneas aéreas, los restaurantes o en una refinería de petróleo—, y se la subutiliza, tener un cliente más resulta fácil y barato.
Pero cuando se alcanza la plena ocupación de la capacidad instalada, la respuesta a ese cliente “de más” suele ser la expansión, una solución indefectiblemente cara. No obstante, las líneas aéreas, por ejemplo, han sabido acomodar su estrategia de precios a fin de aprovechar al máximo el costo de oportunidad en esos casos.
Son conscientes de cuánto pierden al rechazar a un cliente de último momento, dispuesto a pagar la tarifa plena sin descuentos. Por eso, siempre se reservan algún asiento vacío para el hombre de negocios que llega a último momento y, urgido por sus obligaciones, debe abordar el vuelo al precio que sea.
O prefieren una opción aún mejor: vender a ese pasajero apurado un asiento en un avión completo, y acordar en la puerta de embarque cuánto cuesta que alguno de los pasajeros resigne su lugar. Es un buen ejercicio de negociación, que optimiza la relación entre precio, oportunidad y rentabilidad.
En síntesis A partir de un proceso centrado en los costos propios y los precios de la competencia, la lucha por la competitividad convirtió al precio en algo negociable: todo el poder pasó al comprador. Convertido en herramienta para que la empresa gane participación de mercado —y para que los vendedores cobren más comisiones —, el precio quedó separado de su misión fundamental: viabilizar la rentabilidad . Para recuperar el equilibrio hay que concentrarse en el valor.
Tom Nagle fundó Strategic Pricing Group en 1987, año en que publicó la primera edición de Estrategia y Tácticas de Precios. Él proporciona el liderazgo intelectual para proyectos de consultoría de la empresa y es un orador y autor muy solicitado, tanto en los EE.UU. como en el extranjero. Antes de fundar SPG, el Dr. Nagle fue profesor de marketing y estrategia de la Universidad de Chicago y la Universidad de Boston. Él es un graduado de la Universidad Estatal de Pennsylvania y recibió su Ph.D. de la UCLA.