Al asumir su cargo de gobernador de Buenos Aires en agosto de 1827, el coronel Manuel Dorrego decía premonitoriamente:
“Si algo tiene de lisonjero el destino que voy a ocupar es que viene envuelto con la feliz reorganización de nuestra provincia […]. La confianza con que se me ha honrado es de tan gran peso, que no me descargaré de ello sino consagrando mis escasas luces y aun mi propia existencia a la conservación y fomento de nuestras instituciones y al respeto y seguridad de las libertades. Para arribar a tan altos fines, mis medios serán: religiosa obediencia a las leyes, energía y actividad para cumplirlas, y deferencia racional a los consejos de los buenos. Para separarme del puesto que me habéis encargado, no será suficiente una resolución vuestra, sino que idólatra de la opinión pública, dado el caso que no fuera bastante feliz para obtenerla, no aumentaré mi desgracia empleando la fuerza para repelerla, ni la tenacidad o la intriga para adormecerla. Resignaré gustoso el mando, desde que el verdadero concepto público no secunde mis procedimientos […] La época es terrible: la senda está sembrada de espinas”.
El 1º de diciembre de 1828 el general unitario Juan Galo de Lavalle encabezó una sublevación contra el gobierno del coronel Manuel Dorrego a quien depuso. Pocos días más tarde Dorrego fue capturado y condenado a muerte, sin proceso ni juicio previo.